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Los inviernos en Iowa no son una broma. Frío, viento, nieve. Aquella noche del 2 de febrero de 1959 no fue una excepción. A la salida del Surf Ballroom de Clear Lake, la gélida temperatura y el cansancio hacían mella en un par de jóvenes promesas del casi recién nacido rock and roll: el rocker latino Ritchie Valens, el de «La bamba», y el texano Buddy Holly, el rocker de las gafas y la mirada miope. Hace medio siglo, las giras de los artistas por la América profunda eran un laberinto. Malos autobuses, carreteras solitarias, mucho sueño. Aquella noche, después del bolo, Holly, de veintidós años, no estaba de humor para adormilarse malamente en el asiento de la furgoneta, camino de su próxima actuación en Moorhead, Minnessotta, y zamparse de paso cuatrocientas millas a paso de tortuga. Una avioneta sería la solución.
Pero fue la solución final. Un piloto inexperto y una noche de perros hicieron el resto y grabaron a fuego, a triste fuego, la madrugada del 3 de febrero en la historia del rock. Big Bopper, otro amigo y colega, Valens y Buddy dejaron su vida sobre los campos de Iowa. Mucho tiempo después, en 1972, aquellas fatídicas horas fueron bautizadas por el cantautor Don McLean en su mítica canción «American pie» «como la noche en que la música murió». Al año siguiente, Francis Ford Coppola y George Lucas retomaban el hilo de la historia y hacían decir a uno de los personajes de su película «American graffiti»: «El rock and roll murió con Buddy Holly». Ahora sabemos que no murió, pero quizá ya nunca fue como en aquellos primeros tiempos. Y Buddy fue uno de los tipos que hicieron que aquella música de negros cantada por blancos, aquella música del diablo para la sociedad de su época, diera algunos de los pasos que la convertirían con el tiempo en la música popular de todo el planeta. Para empezar, Holly no era un rocker al uso. Ni patillas, ni chupas, ni ademanes macarras. Era sureño, como casi todos sus jóvenes colegas, pero prefería ir de tímido por la vida antes que de camionero bravucón. La música de Buddy era vibrante, personal e intransferible dentro de aquella genial generación que incluía a Elvis, Eddie Cochram, Bill Haley, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash. Fue el primero en usar (pero no abusar) generosamente la melodía en sus canciones, en incorporar los pintureros coros de su grupo, los Crickets, e introdujo también suculentas innovaciones guitarrísticas. De hecho, muchos músicos posteriores le reverenciaron, desde McCartney (dueño durante mucho tiempo de los derechos de sus canciones) hasta Joe Strummer, de los Clash, y Elvis Costello.
En apenas cuatro años, el rocker de Lubbock, crecido en una familia tradicional y religiosa, pasó del country a volverse loco por el rock and roll después de ver en directo a Elvis dándole a la pelvis como un poseso. Primero fueron las grabaciones caseras en estudios de la zona, bolos por garitos de mala muerte y casi tan mala vida, decepciones, subidones, y un «tío» (parecido, demasiado parecido al coronel Parker de Presley) que vio una mina de oro en el muchacho. Se llamaba Norman Petty, y con el tiempo acabarían tarifando. Pero, de primeras, le allanó el camino para que Buddy grabara su primer gran éxito, «That´ll Be The Day», una canción que tomaba su nombre de una frase que John Wayne pronunciaba como una letanía en «Centauros del desierto», de John Ford, y sobre la que circula una hermosa leyenda: se cuenta que un locutor de una radio del estado de Nueva York la estuvo pinchando en su emisora más de doce horas seguidas hasta que llegó la Policía. Fue sólo la primera carta de una baraja de triunfos, porque Holly tenía un auténtico don para crear hits. Ahí van unos cuantos: «I´m looking for someone to love», «Maybe baby», «Not fade away», «Go boy», «Peggy sue», «Oh boy!»... Joyas que en muchos casos ni siquiera llegaban a los tres minutos de duración, casi un suspiro, pero de suspiros así se ha escrito la historia del pop. Con ellas, este veinteañero Buddy Holly se ganó una reputación de primera en buena parte del país, y como casi todos sus colegas vivió su gran espaldarazo al actuar en el show televisivo de Ed Sullivan. Holly rozaba la gloria rockanrrolera con la yema de los dedos, pero era un tipo inquieto y poco acomadaticio. Rompió con Petty, se casó, tras un flechazo de película, con una hermosísima puertorriqueña, María Elena Santiago, y empezó a dar sus primeros pasos en solitario. Pero diversos problemas con los derechos de sus piezas y con algunos contratos discográficos impedían que hiciera caja como es debido. Por eso comenzó una larga gira por las entrañas de los territorios de la Unión. Lo demás, es historia, leyenda. Veintidós años de vida, y los sueños y promesas de un nombre escrito con letras de oro en la historia del rock and roll despanzurrados sobre los campos de Iowa. El día que la música murió, el día que Buddy Holly se fue a tocar rockabilly con los ángeles.
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